El desgobierno de Iván Duque Márquez: Un mandato marcado por la ineptitud, la “mermelada”, la corrupción y el recrudecimiento de la violencia

Sin duda, el gobierno de Iván Duque Márquez pasará a la historia no solo por haber sido uno de los más negligentes con las necesidades más urgentes y prioritarias de la población colombiana, o por ser uno de los más impopulares hasta ahora, con una desaprobación del más del 73% según cifras de Invamer, citadas por el periódico El Colombiano (2022), sino también porque desconoció las voces de la Colombia vulnerable. Durante su gobierno, sus acciones giraron en torno al favorecer los intereses de unos pocos, y a subsanar las responsabilidades y compromisos que había adquirido en campaña con los clanes políticos y las élites tradicionales que han ostentado históricamente el poder.

El gobierno arrancó con grandes ambiciones, puesto se había consolidado como uno de los mandatarios electos más jóvenes del mundo –se le comparó incluso con Justin Trudeau–, en gran parte porque muchas de sus propuestas eran sensatas en la medida en que aseguró priorizar el campo, aumentar los salarios, no hacer “trizas los acuerdos de paz” bajo el lema de paz con legalidad, respaldar la minería responsable, e incluso que apoyaría los puntos de la consulta anticorrupción.  Sin embargo, luego del primer año, esa fuerza inicial fue cayendo en picada debido a las decisiones que empezó a tomar, las cuales reflejaban el continuismo de las casas políticas que le dieron respaldo, tales como  la formulación de la reforma tributaria, que propiciaría el estallido social.

Durante el primer año el gobierno casi que tomó sus promesas de campaña y las modificó sustancialmente –por no decir que las cambió completamente–, de tal manera que su programa terminó reflejando el continuismo de su casa política. Uno de los ejemplos más dicientes de lo que implicó su política “dinámica”: En campaña, prometió que no haría trizas el Acuerdo de Paz; sin embargo, entorpeció donde pudo el proceso para responder a los intereses de otros sectores, y terminaron siendo la comunidad internacional y las organizaciones sociales quienes más asistieron el proceso de su implementación

El Gobierno del presidente Iván Duque paralizó, en algunos casos, la implementación del acuerdo de paz, y en otros, abiertamente lo saboteó. Al final, las consecuencias fueron que las causas estructurales de la violencia en Colombia no se modificaron, y por ello se incubó esta nueva ola de violencia. (Ávila, Senador electo de la República 2021).

Un aspecto contundente que ha medido también el actuar de este gobierno, es su alta tendencia hacia el autoritarismo y la ausencia de respeto a la división de poderes y a las instancias internacionales de las cuales el Estado colombiano hace parte. Justo después de su posesión, lo discutido sobre participación política, el presupuesto asignado para el Acuerdo de Paz, o sus compromisos con la agenda ambiental, cambiaron de manera tal que terminó con un corte mucho más autoritario que democrático. 

Las ideas de Duque y su partido están alineadas con una tendencia política global. Lo que tenemos es el auge de gobiernos autoritarios no solamente en Latinoamérica sino también en Estados Unidos y en Europa. Desde Trump en EEUU hasta Duterte en Filipinas, pasando por Bolsonaro, vemos el predominio de discursos conservadores, autoritarios y neofascistas. En ese sentido, tanto Duque –que entre otras cosas es una figura política bastante débil– como el Centro Democrático, forman parte de este viraje global hacia la extrema derecha. (Cerosesenta, 2022).

El Acuerdo de Escazú termina siendo un buen ejemplo de lo que han implicado las políticas de gobierno de Iván Duque Márquez. Si bien Colombia lo firmó en el año 2018, hasta la fecha aún no lo ha ratificado y esto tiene que ver con el hecho de que, al ratificarlo, las obligaciones internacionales no le permitirían seguirle haciendo guiños a prácticas como el fracking. Y no solo  ha demorado deliberadamente su ratificación, sino que  nunca ha tomado acciones de este tipo con tratados ambientales, a pesar de que, durante su campaña, aseguró tener una agenda ambiental.

Ciertamente, la adopción del Acuerdo de Escazú comenzó con pie derecho y con compromisos vigorosos, pero Colombia tuvo una escasa presencia, apenas como signatario. Participar del tratado en esta condición es perder tiempo valioso para emprender acciones contundentes, e implica quedar por fuera de todas las ventajas de la cooperación —de las cuales ya disfrutan los Estados Parte— (L. M. Ávila, 2022). 

Por otro lado, durante su campaña afirmó luchar en contra de la corrupción y el reparto del presupuesto público entre congresistas y contratistas del Estado (la llamada “mermelada”), diciendo que habría cárcel para los corruptos; sin embargo, durante estos cuatro años de mandato hemos sido testigos de la corrupción, el nepotismo y la falta de transparencia que han rodeado los procesos de contratación, licitación y en general del actuar del ejecutivo. Un ejemplo claro de ello fue la sanción presidencial a la modificación de la Ley de Garantías, la cual fue declarada inconstitucional un tiempo después por la Corte Constitucional con la Sentencia C-153-22; pero  el daño estaba hecho, puesto que se permitió que durante el tiempo en que la Corte estudió el tema,  los recursos públicos se usaran para fortalecer el proselitismo en las elecciones; lo que también refleja el debilitamiento de las garantías electorales durante su gobierno.

Ahora bien, si hablamos de las garantías de participación ciudadana, el escenario sigue siendo devastador. Según Indepaz (2021), si bien de manera general luego de los primeros cinco años de su firma se lograron mejorar los índices de implementación del Acuerdo Final de Paz, Caribe Afirmativo (2021a) detalló en su informe –al menos con lo que tiene que ver con el primer punto del Acuerdo–, que la participación de los diferentes sectores sociales, tales como mujeres y personas LGBTI, ha sido extremadamente reducida; y de hecho existe un completo desconocimiento por parte de los líderes/as sociales sobre el proceso de implementación hasta la fecha, por lo que consideran que no se les ha tenido en cuenta en el proceso de ejecución de las iniciativas que ayudaron a construir.

Los espacios de participación dados por el Acuerdo Final no fueron los únicos que se diezmaron, pues otros como los Consejos Territoriales de Paz, las Juntas de Acción Comunal, etc., tampoco han evidenciado una participación ciudadana plural, puesto que la ciudadanía no cuenta con garantías de seguridad integral que permitan ejercer plenamente sus liderazgos sociales. 

Si nos referimos, por otro lado, al estallido social, el gobierno de Duque se mostró abiertamente represivo y autoritario frente a la expresión más pura de participación ciudadana: la protesta social. La represión sobre la población colombiana fue tal que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos solicitó una visita en Colombia para revisar la situación, solicitud que fue declinada inicialmente, pero dada a la presión social y política de los movimientos sociales y la comunidad internacional, el gobierno terminó aceptándola, y tuvo como resultado un informe con algunas recomendaciones. Caribe Afirmativo (2021b) anota que “el informe de la Cidh brinda una serie de recomendaciones, considerando las particularidades de la movilización social” en Colombia, donde mayoritariamente se afirma que hubo abuso de la fuerza pública y estigmatización de la protesta social legítima, por parte del Estado colombiano. Sin embargo, “el presidente Iván Duque rechazó estas recomendaciones, alegando que se tratan de ‘tolerar la criminalidad y el vandalismo’, [y asegurando que] la respuesta militar desmedida solo es un acto de ‘defensa’ frente al ‘terrorismo urbano’”. (Caribe Afirmativo, 2021b).

Teniendo en cuenta lo anterior, podemos afirmar que el gobierno de Iván Duque Márquez no ha priorizado a los sectores más vulnerables, ha entorpecido la implementación del proceso de paz, pero sobre todo y quizá más importante, ha sido un gobierno que ha puesto en riesgo los pilares mismos de la democracia, puesto que ha asumido una concentración del poder político. De hecho, 

si bien, en el diseño institucional colombiano el poder ejecutivo cuenta con una amplísima capacidad de decisión, su poder ha aumentado en forma preocupante en meses recientes. Una de las razones ha sido la creciente cercanía del gobierno a las mayorías en el Congreso. Adicionalmente, el estado de excepción de emergencia económica declarado, que se requería para la atención de la pandemia, lo convirtió en legislador transitorio. Igualmente, se identifica un debilitamiento de las autoridades descentralizadas locales frente al gobierno central, y se han presentado acciones cuestionables del gobierno que afectan las libertades de expresión, participación ciudadana y acceso a información pública (Transparencia por Colombia, 2020).

Así las cosas, el gobierno actual ha representado el continuismo de los que lo han precedido; ha permitido escenarios donde la participación de los grupos poblacionales con déficit de representación sociopolítica no se prioriza; ha consolidado una política de olvido sobre la protección a líderes y lideresas sociales; no ha incluido una verdadera agenda de protección al ambiente y la biodiversidad nacional; ni tampoco ha puesto interés en el desarrollo sostenible desde un enfoque de derechos humanos. 

El gobierno de Duque cierra como uno de los más debilitados e impopulares, caracterizado por un discurso perverso disfrazado de “ineptitud”, aunque en realidad es indolente y sesgado para justificar distintas formas de violencia, en el cual se sacrifica a la población civil. Su gobierno está a punto de terminar, siendo uno de los más violentos y desigualdades, con 787 líderes y lideresas asesinados entre 2018 y 2022 (Indepaz, 2022),, con una tasa de 12,9% de desempleo, una de las peores a nivel mundial. Colombia es el segundo el país más desigualdad en América Latina y se encuentra dentro de los primeros cinco  en el  mundo.

Es por esta razón que la alternancia política del poder no debe sucederse entre simpatizantes del mismo ideario político –al menos no por más de dos periodos seguidos–, porque esta situación es la que termina por socavar la democracia, convirtiéndola en demagogia. En Colombia, ha sido precedida por veinte años por el expresidente Álvaro Uribe y sus representantes, y por esto debe existir una participación que permita fortalecer los procesos democráticos –como la alternancia de diversos tintes políticos en el poder– y contribuir a la consolidación de una democracia más incluyente, garantizando la participación plural y amplia de quienes nunca han tenido voz. Esperamos que el próximo gobierno sea ejemplo de ejercicio democrático donde las prácticas antidemocráticas, antirrepublicanas y corruptas no tengan cabida en el Estado, teniendo como lección aprendida a un expresidente que quedó reducido a producir lástima, vergüenza ajena y un incontable número de memes satíricos, viviendo con la ilusión de que podría ser reelegido.