Estados Unidos requiere que se consolide la paz para lograr sus metas en Colombia
by Cesar Vélez
29 septiembre, 2020
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Gimena Sánchez-Garzoli / Washington Office on Latin America Lisa Haugaard / Latin America Working Group
En el segundo año de la administración de Iván Duque, Colombia sigue siendo para los Estados Unidos un aliado preferencial en América Latina que ayuda a la administración de Trump a implementar su agenda en materia de antinarcóticos y de seguridad en la región. Esto incluye la meta geopolítica de Trump de aislar a los gobiernos de Cuba y Venezuela. Para Trump, Colombia y Brasil son socios comerciales que también apoyan sus posturas frente a Israel y a Venezuela en las Naciones Unidas, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y en foros regionales como el Grupo de Lima y la Organización de los Estados Americanos (OEA). Adicionalmente, Colombia es el país que ha sido más generoso en la región en la respuesta al masivo desplazamiento de personas venezolanas.
Bajo Trump, el Secretario de Estado y la Casa Blanca cambiaron el enfoque que la administración Obama había mantenido en la negociación y la implementación del que se convirtió en 2016 en el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera (en adelante, Acuerdo final), firmado entre el Estado colombiano y las Fuerzas Revolucionarias Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc-EP). El enfoque volvió a ser la lucha antinarcóticos, con un nuevo énfasis: usar a Colombia para presionar un cambio de régimen en Venezuela, pues, argumenta Trump, Venezuela es un narco-Estado. Las pocas veces que el presidente de Estados Unidos se ha referido a Colombia, sus temas han sido la producción de coca y la necesidad de volver a las fumigaciones. Por su parte, en sus visitas a este país, el Secretario de Estado y otros oficiales de alto rango se concentran casi exclusivamente en lo concerniente a Venezuela. La Embajada de los Estados Unidos en Venezuela se trasladó a Bogotá y múltiples delegaciones de congresistas han llegado a Colombia para visitar zonas donde se concentran migrantes y refugiados venezolanos, especialmente, la ciudad de Cúcuta.
A pesar de eso, un grupo importante de congresistas estadounidenses está comprometido con la implementación del Acuerdo final y con la situación de defensores de derechos humanos y de comunidades étnicas; igual, varios funcionarios del Departamento del Estado y de la Embajada comprenden la importancia de estos temas. La actitud de ambos grupos se ha ganado, en parte, gracias a los esfuerzos de dos décadas de organizaciones de la sociedad civil colombiana y de la estadounidense. Estas lograron que la política hacia Colombia y la cooperación no se deterioraran tan drásticamente como, por ejemplo, la política exterior de los Estados Unidos hacia México y Centroamérica, Europa u otras partes del mundo.
La batalla por la implementación del Acuerdo final en Colombia, en los pasillos de Washington
Desde que asumió la presidencia en Colombia, Duque ha intentado cumplir la promesa que hizo su partido, el Centro Democrático, durante su campaña presidencial: “hacer trizas al acuerdo de paz”. A partir de entonces, su gobierno ha restado importancia al Acuerdo final, a los derechos humanos, étnicos y laborales. Además, se ha enfocado en que retrocedan los cambios positivos de la política estadunidense hacia Colombia conseguidos durante la presidencia de Barack Obama. Estos pasos positivos incluyeron la designación de un enviado especial de los Estados Unidos a la negociación entre el Estado colombiano y las Farc-EP, Bernie Aronson, que contribuyó a la firma del Acuerdo final. Bajo Obama, cambió el nombre del paquete de cooperación internacional de los Estados Unidos para Colombia por el de “Paz Colombia”, se anunció un Plan de Acción Laboral entre los dos países y hubo otras medidas del mismo signo.
Los demócratas y los republicanos de la Cámara de Representantes apoyaron conjuntamente el histórico Acuerdo final. Tristemente, desde que Duque asumió el poder, ha buscado que Trump y el Congreso de los Estados Unidos dirijan sus prioridades a la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo y al cambio de gobierno en Venezuela. El embajador Francisco Santos presenta a Venezuela y al grupo guerrillero Ejército de liberación Nacional (ELN) como las amenazas más grandes en materia de seguridad, terrorismo y narcotráfico en la región. A Cuba, como país aliado de Venezuela y enemigo de Trump y lo demoniza por ser el sitio donde reside la delegación del ELN que venía negociando en la perspectiva de la paz con el Estado colombiano. El gobierno de Colombia ha encontrado oídos receptivos en el presidente Trump y en algunos representantes republicanos, pero no ha logrado su meta de convencer al gobierno de los Estados Unidos en su totalidad de que vuelva del todo a políticas del pasado en materia de seguridad y de lucha contra el narcotráfico, que son opuestas al avance del Acuerdo final y que generan abusos en materia de los derechos humanos.
La administración Duque busca regresar a programas fallidos y dañinos similares a los que, en su presidencia, Álvaro Uribe Vélez llamó de la Seguridad Democrática: la militarización de zonas rurales para atacar el problema de inseguridad y las aspersiones aéreas para reducir el número de hectáreas de coca. Culpa al anterior presidente, Juan Manuel Santos, y al Acuerdo final que este promovió, por el crecimiento de esas hectáreas. Tiene una actitud de mano dura con el ELN, con el que no dialoga para resolver ese conflicto específico. Está, también, a la defensiva y su comportamiento es poco constructivo ante críticas que recibe por problemas graves de derechos humanos como abusos cometidos por miembros de las fuerzas armadas colombianas, o la no implementación de los compromisos del Estado en relación con el Acuerdo final y el asesinato de líderes sociales en el país. En la presidencia de Santos, creció la voluntad política para avanzar en temas de interés para congresistas de Estados Unidos, como los derechos de los afrocolombianos e indígenas, de mujeres, población LGBTQ y de víctimas del conflicto. En especial, para el Caucus Negro (coalición de representantes africano-americanos) y la Comisión de Derechos Humanos de Tom Lantos, de la Cámara Baja, que apoyaron el desarrollo del Capítulo Étnico y de derechos de las víctimas en el Acuerdo final. Con Duque, se ha vuelto a la actitud de no dar prioridad a grupos étnicos y vulnerables.
Desgraciadamente, en la administración Trump, ha desaparecido de la política estadounidense el apoyo, aun, la tolerancia para alcanzar una salida negociada con el ELN. El 13 de mayo de 2020, el Departamento de Estado de los Estados Unidos anunció que agregó a Cuba a la lista de cinco países, entre ellos, Venezuela, que, considera, no cooperaron en 2019 para contrarrestar el terrorismo. Esto revierte la decisión de 2015 de sacar a Cuba de esta lista y alimenta los esfuerzos de Trump de echar para atrás esfuerzos del presidente Obama de mejorar las relaciones diplomáticas y comerciales con Cuba. La respuesta del Alto Comisionado para la Paz de Colombia, Miguel Ceballos, ante esta decisión fue eufórica: con ella sintió apoyo en su inclinación por la mano dura con el ELN, que ha llevado a una ruptura en los diálogos, avanzados durante la presidencia de Juan Manuel Santos, y a aislar al que ellos denominan un grupo terrorista binacional. Además de castigar a Cuba por apoyar los diálogos de paz, esta postura acerca al gobierno Duque a Trump. Antagonizar a Cuba y a cualquier otro país por facilitar diálogos de paz es un mal precedente para todos los futuros procesos que se puedan desarrollar en el mundo en ese sentido.
Dada la trayectoria histórica del ELN, la única solución sería construir un dialogo con este grupo, que impulsaría su desmovilización. Esto es aún más necesario, dado que el ELN opera en ambos lados de la frontera colombo-venezolana y pudiese contribuir con soluciones políticas para la crisis política de Venezuela. Mientras que esto se construye, los Estados Unidos y Colombia deberían enfocarse en apoyar mínimos humanitarios entre las partes, que ayudarían a salvar las vidas de civiles y a protegerlos de violaciones a sus derechos y de desplazamiento forzado. En el Chocó, la sociedad civil y la iglesia católica están pidiendo la implementación del Acuerdo Humanitario Ya Chocó, para disminuir los impactos de la guerra contra civiles afrocolombianos e indígenas, que ya han sufrido por décadas en forma desproporcionada la violencia y el conflicto.
Al viejo estilo dañino e ineficaz de la lucha antinarcóticos
Desde el 7 de agosto de 2018, hasta el 2 de marzo de 2020, antes del cierre de fronteras al que obligó la pandemia de la covid-19, el presidente Duque se reunió cuatro veces con su contraparte Donald Trump. La última visita la hizo a la Casa Blanca para asistir al evento anual del American-Israel Public Affairs Committee (Aipac), a reuniones con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y con sectores empresariales en las que promovió su economía naranja. El reportaje de la visita se tituló con el comentario de Trump en la rueda de prensa acerca de la erradicación de coca: Colombia tendrá que fumigar. Duque declaró su apoyo a esta idea e insistió en poner en marcha una estrategia que combina varios métodos para erradicar la coca y atacar el problema del narcotráfico. Días después, la oficina nacional de política de drogas de la Casa Blanca reveló, meses antes de lo usual (por lo general, lo hace en junio), su estimado del número de hectáreas de coca en Colombia, presuntamente para mostrar que estaba dando resultados la reactivación de una política más militarista contra las drogas en ambos países.
Atacar de fondo las inequidades estructurales que vuelven inevitable para el campesinado colombiano cultivar coca no es políticamente “atractivo”. Hacerlo exige inversión a largo plazo y los resultados no son instantáneos, lo que sí pareciera ocurrir con la aspersión aérea. En realidad, solo “parece”, pues, lo generado con la aspersión es temporal: el 50 % de la coca fumigada vuelve a sembrase. La única manera de disminuir la coca y el narcotráfico es aumentando la presencia estatal en zonas apartadas de Colombia y construyendo una economía participativa en las 170 municipalidades más golpeadas por el conflicto. El Acuerdo final incluye las herramientas para hacerlo: se requieren una reforma rural, distribución y titulación de tierras y la implementación efectiva de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET). Mientras se hace esto, el gobierno de Colombia debe cumplir con su parte en el contrato hecho con familias rurales en el programa de sustitución de coca.
Para detener el narcotráfico en Colombia, se requiere aumentar y mejorar los esfuerzos de interdicción, en especial, contra los insumos necesarios para producir la cocaína, y desmantelar la corrupción, que facilita las actividades de los narcotraficantes. Ambos países, Estados Unidos y Colombia, deberían fortalecer esfuerzos que prevengan el lavado de dinero. También, impulsar debates más genuinos en relación con la corresponsabilidad de los países en materia de las causas y demandas del narcotráfico y estrategias en salud pública para detener la adición a las drogas y disminuir los incentivos del mercado de cocaína. Anunciar la entrada a Colombia de entre 45 a 50 miembros de fuerzas especiales estadunidenses (SFAB) para apoyar la lucha contra el narcotráfico solo aumenta las tensiones con Venezuela y por la soberanía en Colombia. Además, conduce a aumentar erradicaciones manuales que tienen dos consecuencias: por una parte, crecen los conflictos con comunidades rurales, las protestas y los asesinatos de campesinos; por otra, son mayores las posibilidades de contagio de covid-19.
La negociación del Estado colombiano con las Farc-EP demostró que con el diálogo y de manera pacífica se puede lograr la desmovilización de miembros de un grupo designado terrorista y que esto tiene resultados más sostenibles. En esa perspectiva, la decisión de la administración Trump de no sacar a las Farc de la lista de organizaciones terroristas ha sido contraproducente, pues, debilita las posibilidades de que un sector que requiere asistencia para reintegrarse a la legalidad la obtenga. Los excombatientes son proclives a retroceder a actividades ilegales si no reciben el apoyo para construir sus vidas en las economías legales. Estando las Farc en la lista de organizaciones terroristas, Estados Unidos no puede financiar esfuerzos de reintegración, facilitar los mecanismos de justicia transicional, ni apoyar programas de sustitución de coca que involucren a esa organización. Dado que la desmovilización más efectiva y exitosa en la historia de Colombia ha sido la de las Farc-EP, no apoyar la consolidación de dichos esfuerzos, ni diálogos con otros grupos como el ELN por el tema de la lista de organizaciones terroristas impide la construcción de paz y de justicia para las víctimas de estos grupos.
El papel de la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos y de la Embajada en Colombia
La administración de Trump ha intentado disminuir drásticamente el paquete de cooperación internacional de los Estados Unidos designado para apoyar la construcción de la paz en Colombia. Sin embargo, no lo ha conseguido porque el Congreso estadounidense lo ha incluido nuevamente cada año. En el Congreso, hay un grupo de congresistas que defienden la paz, los derechos humanos y laborales y a las víctimas en Colombia. En julio de 2020, 94 de sus miembros enviaron una carta al secretario Mike Pompeo en la que insisten en trazar acciones para detener el creciente y alarmante número de asesinatos de líderes sociales en Colombia. Importantes integrantes de los comités de apropiaciones del Congreso siguen apoyando con fuerza la implementación del Acuerdo final y la cooperación para los derechos humanos y las comunidades afrocolombianas e indígenas.
La Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid, sigla derivada de su nombre en inglés) está desempeñando un papel constructivo en Colombia al apoyar la implementación del Acuerdo final y a organizaciones de víctimas, afrocolombianas e indígenas. El enfoque de esta asistencia y el mejoramiento de la programación para grupos étnicos es el resultado del cabildeo de estos grupos y sus aliados estadounidenses, en particular, con el Congreso Negro y el Grupo de Trabajo del Congreso de Estados Unidos para los derechos laborales en Colombia. El Capítulo Étnico del Acuerdo final fue resultado de un esfuerzo de cabildeo internacional con la administración de Obama, con congresistas y con la sociedad civil de Estados Unidos impulsado por grupos y autoridades afrocolombianas e indígenas que forman parte de la Comisión Étnica para la paz y en defensa de los derechos territoriales. El embajador en Colombia de entonces, Kevin Whitaker, desempeñó un papel importante al elevar la necesidad de las comunidades afrocolombianas e indígenas y Usaid nombró a Carlos Vives, el compositor y cantante colombiano, como uno de sus embajadores para la inclusión social. Sobre la base del Plan de Acción Colombia-Estados Unidos para la Igualdad Étnica y Racial (en inglés, US-Colombia Action Plan on Racial and Ethnic Equality, Capree), el Departamento de Estado también adelantó iniciativas y programas, en especial, en el sector de educación, favorables a las comunidades afrodescendientes e indígenas.
El actual embajador de Estados Unidos, Philip Goldberg, y funcionarios de la Embajada que asumieron sus cargos en los gobiernos de Trump y Duque han seguido activamente la implementación del Acuerdo final y actuado frente a los asesinatos de líderes sociales, a las violaciones de derechos humanos contra los grupos étnicos y a otras también de derechos humanos en general, incluido el espionaje ilegal, cometidas en 2020 por parte de las fuerzas armadas. El plan estratégico de Usaid consiste, explícitamente, en seguir en la línea de consolidar la paz y de apoyar víctimas y grupos étnicos. Pero, su trabajo se ha dificultado con las posturas de los presidentes de Estados Unidos y de Colombia. Por esta razón, se requiere que la sociedad civil de ambos países duplique los esfuerzos, igual, que la comunidad internacional, para avanzar en esas labores pese a la pandemia y a dificultades políticas.
Por cuatro décadas, los Estados Unidos han invertido enormes recursos de financiamiento, programas y esfuerzos en mejorar la situación de seguridad en Colombia y en combatir el narcotráfico en la región. Con el Acuerdo final, se trazó un cambio histórico y la oportunidad política de fortalecer el Estado y crear una Colombia más equitativa, pluriétnica y socialmente inclusiva. Sería una grave equivocación volver atrás en razón a que un sector de la élite política y económica de Colombia le teme a la verdad y a aceptar su responsabilidad en las agresiones contra la vida y las violaciones a los derechos ocurridas por décadas; y a que esa élite prefiere la opción de seguir fomentando odios, división y acumulación de riquezas para sus fines personales.
Si los Estados Unidos quieren mejorar la seguridad ciudadana en América del Sur, reducir el cultivo de coca, desmantelar el narcotráfico y las redes de crimen organizado; si es su voluntad, realmente, ayudar a la ciudadanía venezolana que huye de la crisis política e humanitaria de su país y que afecta a toda la región; si en esta crisis se reconoce que Colombia es el país en el que se queda la mayoría de las personas desplazadas de Venezuela, se requiere construir la paz estable y duradera que se firmó en el Acuerdo final, afirmar esfuerzos que conducen a desmantelar otros grupos ilegales y apoyar un dialogo con el ELN. El Acuerdo final no es perfecto, pero sí es una solución negociada que, si se aplica de manera integral en las zonas apartadas del país, donde la institucionalidad es débil, puede sembrar raíces de justicia y reconciliación y crear una democracia en la que los conflictos y diferencias se manejen pacíficamente.
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