Andrés Chica Durango / Fundación Social Cordoberxia Javier Lautaro Medina Bernal / Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep)-Programa por la Paz
El sur de Córdoba es una zona priorizada para la implementación del Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera (en adelante, Acuerdo final). Montelíbano, Tierralta, Valencia, San José de Uré y Puerto Libertador son considerados municipios que hacen parte de las zonas más afectadas por el conflicto y conforman una subregión para la construcción y puesta en marcha de uno de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET).
Esta no es la primera vez que la construcción de paz y el fin de la violencia se constituyen en un marco de referencia en este lugar. En las últimas décadas, la región ha sido testigo de tres procesos de negociación: con el Ejército Popular de Liberación en la década de los noventa; con los grupos paramilitares, en Santa Fe de Ralito, Tierralta, entre 2002 y 2008, y con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (Farc-EP), de la que se originó la firma del Acuerdo final. Sin embargo, para los dos primeros casos, los procesos significaron la configuración de nuevos ciclos de violencia en los que las principales afectadas fueron comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, y sus expresiones organizativas, al mismo tiempo que modelos de desarrollo basados en el latifundio, la agroindustria y el extractivismo no se detuvieron. Ahora parece que se repite la historia.
Dos aspectos adicionales son relevantes para comprender la situación actual de garantía de los derechos humanos y construcción de paz: el primero es que, en la región, desde inicios del siglo pasado existe una sólida tradición organizativa de sujetos populares del mundo rural, cuya demanda fundamental ha sido el acceso a la tierra y el disfrute de su derecho al territorio, contra quienes se ha dirigido una estrategia consciente de violencia. El segundo es que estas organizaciones se asumen como constructoras de paz y han participado, en la medida que se les ha permitido, en los múltiples espacios derivados del Acuerdo final: PDET, Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) y los Consejos Territoriales de Paz, Reconciliación y Convivencia (CTPRR), por ejemplo.
Organizaciones y comunidades: víctimas y en riesgo
Desde finales de 2017, volvieron los desplazamientos masivos al sur de Córdoba, lo que no ocurría con esta magnitud desde 2011 (La Liga Contra el Silencio, 2019). Esto ha seguido sucediendo hasta ahora: de acuerdo con la Defensoría del Pueblo, se presentaron 14 desplazamientos masivos desde finales de 2018 hasta diciembre de 2019, además de masacres, homicidios, desapariciones forzadas y amenazas de reclutamiento forzado. Igualmente, hechos de violencia contra la población civil atribuibles a la fuerza pública (Defensoría del Pueblo, 2019, p. 8). Al momento de escribir este artículo ocurrieron dos masacres en San José de Uré, con una diferencia de un día, y el desplazamiento de 50 familias (Contagio Radio, 2020).
Estas violaciones de derechos humanos individuales y colectivos no son extrañas a la historia de la región, pero ahora se enmarcan en la obligación estatal de implementar el Acuerdo final. Un informe de organizaciones sociales da cuenta de que, desde su firma, hasta el 15 de julio de 2020, fueron asesinadas en el departamento 45 personas, líderes y lideresas sociales; 23 en el gobierno del actual presidente (Indepaz, Cumbre Agraria y Marcha Patriótica, 2020). No cesan la censura violenta, los ataques y las amenazas contra comunidades y organizaciones, aun, en medio de las medidas de aislamiento por la pandemia1. Estos hechos configuran un escenario poco propicio para la defensa de los derechos humanos.
En la actualidad, las (AGC, el Bloque Virgilio Peralta Arenas, conocido como Los Caparros, y el Nuevo frente 18-Román Ruiz-Cacique Coyará Farc-EP se disputan el control territorial de la región. Esta, por sus condiciones geográficas, permite, además de refugio, el tráfico de armas y drogas, impuestos a actividades legales e ilegales y potenciales fuentes de recursos por la riqueza de minerales en la zona (Defensoría del Pueblo, 2019). Todo esto, a pesar de que más de 4.000 miembros de la fuerza pública, a través de la Fuerza de Tarea Conjunta Aquiles, patrullan la zona.
En agosto de 2019, Iván Duque presentó la Zona Futuro del sur de Córdoba y el Bajo Cauca Antioqueño2. Según el discurso oficial, lo que se persigue con esa zona es transformar este territorio, alcanzar el control institucional, garantizar los derechos, acabar con las economías ilícitas y preservar el medio ambiente (Presidencia de la República, 2019). Sin embargo, su declaratoria preocupa a las organizaciones sociales de la región por el riesgo que supone para las comunidades el desarrollo de estrategias militares frente a actores armados ilegales, en una región que ya sabe históricamente lo que significan para su vida y sus derechos las “convivencias forzadas” con actores armados. Igualmente, las afirmaciones que la fuerza pública ha hecho alrededor de atribuir sus éxitos militares a redes ciudadanas de colaboración contribuyen a reforzar el estigma contra pobladores de la región de cooperar en el desarrollo de acciones armadas y genera el riesgo de represalias en este contexto de disputa territorial (Asociación de Campesinos del Sur de Córdoba, Marcha Patriótica Córdoba y Fundación Social Cordoberxia, 2020). La estrategia puede implicar que las organizaciones sociales y comunidades continúen en medio del fuego cuando la construcción de paz requiere salidas civilistas y basadas en la garantía de sus derechos.
La implementación, a medias
En el contexto de planificación del PDET, las comunidades y organizaciones plantearon 1.183 iniciativas de carácter municipal y subregional que en buena medida reflejan las apuestas territoriales y las principales necesidades en materia de garantía de derechos sociales. A su vez, mediante dos acuerdos colectivos para Tierralta, San José de Uré, Montelíbano y Puerto Libertador, se inscribieron 2.046 familias en el PNIS en 2017 (La Silla Vacía, 2019).
En el primer caso, existen avances representados en pequeñas obras comunitarias, la inclusión de proyectos relacionados en los planes de desarrollo municipal y la aprobación de otros con recursos de regalías para infraestructura vial y soluciones alternativas de energía. No obstante, las organizaciones sociales y las comunidades no tienen un mecanismo que les garantice participar de la toma de decisiones sobre su territorio. Además, se ven enfrentadas a una narrativa oficial que soslaya la participación de las comunidades con el argumento del conocimiento “técnico y experto” sobre proyectos e intervenciones. Es más, de acuerdo con testimonios de líderes y lideresas, se proyecta para la región una avanzada extractivista como estrategia de “recuperación” económica frente a la actual crisis por la covid-19, que pondrá en mayor riesgo los derechos de las comunidades campesinas y los grupos étnicos, así como los de la naturaleza.
Las iniciativas de las comunidades reflejan una propuesta de desarrollo territorial basado en la realización de derechos sociales como tierra, territorio, salud, educación, agua y alimentación, que atiende las diferencias étnicas, de género y generación. Igualmente, expresan una apuesta por la economía campesina, familiar y comunitaria; por transformar los factores generadores de violencia y trabajar en escenarios de reconciliación que garanticen la reparación integral. En suma, se recoge en su conjunto el cumplimiento de las obligaciones constitucionales y de derechos humanos del Estado, así como las promesas del Acuerdo final. Sin embargo, existen varias interpretaciones sobre cómo alcanzar esto y el debate para la zona en este momento se sitúa entre una implementación del PDET que apunta a ordenar el territorio para el capital o una que lo hace para proteger la vida de las comunidades.
Un ejemplo de ello puede verse en el tema de tierras: con un índice Gini que muestra una alta desigualdad en su acceso y con el acumulado histórico de lucha por la tierra, las comunidades y organizaciones fueron claras en la necesidad de constituir la Zona de Reserva Campesina del Alto San Jorge y Norte Antioqueño; los saneamientos y la ampliación de los resguardos indígenas Quebrada Cañaveral (embera katío) y Alto San Jorge (zenú); la constitución del resguardo Dochama en San José de Uré (embera katío); la solución al problema de ocupación campesina al interior del Parque Natural Nudo de Paramillo; la constitución de territorios colectivos afrodescendientes y el fortalecimiento de los procesos de restitución. No se conoce hasta ahora una ruta concreta que conduzca a su cumplimiento. Es claro que la construcción de paz requiere una actuación decidida para garantizar el acceso a la tierra de estos sujetos populares, lo que también quiere decir, como lo expresan organizaciones de la región, que las inversiones en infraestructura son importantes, pero, como se dice en Colombia, “primero mi primaria”.
En cuanto al PNIS, se han presentado retrasos en los pagos comprometidos y, según información recogida hasta julio de 2020, nueve personas que eran gestoras o beneficiarias del programa murieron asesinadas (Indepaz, Cumbre Agraria y Marcha Patriótica, 2020). En el primer semestre de 2019, se presentó una amplia movilización en la región motivada por la inseguridad jurídica en relación con el tratamiento penal diferenciado y los retrasos en la implementación de la hoja de ruta sobre proyectos productivos y asistencia alimentaria (Ascsucor, 2019). Aunque se llegó a acuerdos con las instituciones, en febrero de 2020 comenzó la erradicación forzada por parte de la fuerza pública, en contravía del Acuerdo final y de los mismos acuerdos con las comunidades (Caracol Radio, 2020).
Estos dos ejemplos ilustran cómo el esfuerzo de las comunidades, que están listas para la paz, no es correspondido por el Gobierno.
Conclusiones y recomendaciones
A pesar de que el sur de Córdoba es una zona priorizada para la implementación del Acuerdo final, los avances al respecto son todavía son modestos en relación con las medidas que se deben implementar. Esto ocurre, además, mientras líderes, lideresas y organizaciones reciben graves ataques y amenazas, lo que limita su participación y su ejercicio de defensa de los derechos humanos. Pese a una historia de vulneración de derechos, las comunidades han acudido a las instancias y programas derivados del Acuerdo final, pero las acciones gubernamentales no se corresponden con su disposición.
Las organizaciones sociales de la región sostienen que la construcción de paz en el sur del departamento requiere, más que una salida militar, poner en el centro de la implementación los derechos de las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes y los acuerdos alcanzados con estas, a fin de asegurar su participación en la toma de decisiones sobre el desarrollo territorial, el cumplimiento de los compromisos en el marco de la sustitución de cultivos de uso ilícito y la superación de la impunidad en los casos de asesinato, ataques y amenazas. Estos son algunos pasos necesarios para que esta región y sus pobladores no vivan una nueva frustración y no se reproduzca la violencia.
1. Para mayo de 2020, la Fundación Social Cordoberxia (Agencia Prensa Rural, 2020) reportó la circulación de cinco panfletos de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y del Nuevo Frente 18 en los que instaban a las comunidades a cumplir con las disposiciones de salud pública, so pena de ser “multados”. También, varias amenazas a los teléfonos celulares de personas líderes, defensoras de derechos humanos y consejeras de paz.
2. Incluye a Montelíbano, Tierralta, San José de Uré y Puerto Libertador, así como 11 municipios del Bajo Cauca antioqueño.
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