En el Catatumbo haber sobrevivido es casi un milagro
Jesús Alberto Castilla / Senador de la República
¿Cómo hablar del Catatumbo, mi región, de sus condiciones, de la esperanza que quizá tuvimos los catatumberos cuando se empezó a hablar de paz? ¿Cómo hacerlo sin comenzar por lo que sucedió hace pocos días en este territorio?
Hablar del Catatumbo es hablar de la ausencia del Estado, de un territorio construido con nuestras manos, donde la comunidad puso cada ladrillo de la escuela. Es hablar de los jóvenes de las Juntas de Acción Comunal (JAC), como Salvador Jaime Durán, y de los viejos que le siguen apostando a encontrar allí una manera de aportar a su gente, como Carmen Ángel Angarita.
Menciono sus nombres entre muchos otros, porque sus cuerpos aún tibios enlutan al Catatumbo, sus vidas apenas se están yendo. Son los últimos, pero no los primeros. Son los asesinados en las últimas semanas, pero hacen parte de cifras alarmantes de asesinatos.
Salvador era un joven campesino al que, en hechos confusos (como los varios casos registrados por las organizaciones sociales y la defensoría del pueblo), soldados del ejército nacional asesinaron. Casos así, de ejecuciones extrajudiciales, pueden rastrearse desde 2016, con el incremento del pie de fuerza y la estrategia fallida de sustitución de cultivos producto de una negociación entre las FARC-EP y el gobierno nacional.
Carmen Ángel era un líder social comunitario, miembro de la JAC donde inicié mi trabajo colectivo, en Convención. Un rostro visible entre los muchos que han hecho de este territorio lo que es: porque crecimos en un lugar donde el estado no garantizaba los mínimos y en el que todo lo que tuvimos se construyó debido a la organización social. Así se hicieron calles, escuelas, salones comunales y parques, con el trabajo que se dinamizaba desde las JAC.
Asesinar a un líder o a un miembro de una Junta es un mensaje claro para quienes crecimos aquí. Esos espacios colectivos, que construyeron lo que somos, deben desaparecer. El control del territorio, su apropiación y las decisiones que se tomen sobre él van a dejar de ser nuestras, nos guste o no. Y lo que resultó esperanzador en los meses siguientes a la firma del Acuerdo final para terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera (en adelante, Acuerdo final)1, cambió: hoy, la presencia del Estado es, más bien, garante de que la conflictividad vaya en aumento y de que los problemas sociales sigan sin resolverse. Es lo que pasa cuando el diseño de las políticas está enfocado en el conflicto armado, sin reconocer que sus causas estructurales son de carácter social y político.
Esta ha sido una región olvidada por el Estado desde siempre. Haber sobrevivido ante tanta desidia es casi un milagro, si hoy día tenemos en cuenta que hay veredas como Orú (El Tarra), donde la escuela alberga a 700 estudiantes, pero hay solo 15 docentes. Y centros de salud en los que se atiende con equipamiento insuficiente, precaria infraestructura, En el Catatumbo, tenemos un médico por cada 5.000 habitantes.
Por cada 100 niños que ingresan a la primaria, solamente 6 terminan el bachillerato; llegar a la escuela con hambre, pues hay hambre en casa, y luego de atravesar caminos muy precarios resulta ser tan heroico como sacar los camiones por las vías maltrechas para comerciar; como llegar a un hospital cercano y que tenga condiciones para atender enfermedades graves, o acceder a agua descontaminada. Acá, las actividades que se han hecho a la fuerza prácticas cotidianas y a las que se les invierte, son los cultivos de palma aceitera y la extracción del petróleo o el carbón.
Nuestra región ha estado signada por el conflicto desde hace décadas. Por el conflicto armado, producto de la presencia histórica de insurgencias como el Ejército Popular de Liberación (EPL), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las Farc-EP; aunado al interés del paramilitarismo en nuestras tierras, lo que se materializó en una ola de desplazamientos y amenazas cuyo punto más álgido se presentó a finales de los años 90. Con un Ejército que no protege a las comunidades sino que, en connivencia con narcotraficantes, ha asegurado, durante años, rutas de acceso para la coca; ese ejército, persigue hoy a los cultivadores de esa planta, desconociendo las garantías que, en el marco del Acuerdo final, fueron un compromiso con miles de familias que sobreviven solamente gracias a la economía cocalera.
Pero, también, el Catatumbo es una tierra donde el conflicto social es de una enorme envergadura. La precariedad de nuestras condiciones de vida podría retratarse con ejemplos, como los que he mencionado con anterioridad, o por medio de la desoladora crudeza de las cifras.
Ante este panorama, el Acuerdo final, como se mencionó, era esperanzador. Materializaba la disminución de enfrentamientos entre distintos grupos armados, de las víctimas de fuegos cruzados o producto de la estigmatización y la eliminación de prácticas como los paros armados, cuyo propósito autoritario tiene consecuencias directas sobre la economía, los cultivos y la cotidianidad de las comunidades, altamente militarizada.
Además, el Estado llegaría con la inversión y tendríamos cobertura educativa, transporte escolar, docentes capacitados al frente de las escuelas; centros de salud con personal idóneo, infraestructura básica y acceso a medicamentos, exámenes o especialistas. Rutas de comercio donde las vías no fuesen uno de los obstáculos permanentes, menos intermediarios y, por ende, precios más justos para los cultivadores; menor conflictividad, representada en cosechas que sí podían venderse sin el temor de que se perdieran mientras estábamos encerrados, cercados por los enfrentamientos entre grupos armados.
Frente al Acuerdo final, no solamente los excombatientes (15 de ellos, asesinados en Norte de Santander, uno comprobadamente a manos del Ejército) han sufrido las consecuencias del incumplimiento por parte del Gobierno nacional. Para las comunidades de la región hay, también, consecuencias, ya que las zonas que estaban priorizadas para inversión por los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), derivados del Acuerdo final, resultan hoy priorizadas pero como focos de militarización. Las promesas de inversión social resultan, nuevamente, diluidas en el aumento del pie de fuerza y en la estrategia de seguridad militar, que no resuelven el tema de seguridad alimentaria y de derechos básicos insatisfechos; que no le apuntan a dignificar, como si lo harían transformaciones estructurales, la vida de los catatumberos.
Son varios los escenarios en los que se ha buscado dar solución a las demandas y necesidades de las comunidades. Muchos de esos escenarios se instalaron como espacios de interlocución después de las movilizaciones comunitarias. En esos momentos, el Estado, por medio de sus instituciones, se comprometió a mejorar las condiciones de vida de la población. Sin embargo, los pactos rotos con las comunidades, el incumplimiento al Acuerdo final y una mesa de diálogos con el ELN que ni siquiera se instaló con el actual gobierno demuestran la nula voluntad de construcción de paz del presidente Duque. A esto se suma, la crítica situación humanitaria, producto de varios elementos: una guerra instalada desde 2018 entre el ELN y el EPL, los paros armados declarados por ambas organizaciones en febrero de 2020 y la militarización del territorio por parte de la fuerza pública. Todo ello genera un clima de tensiones y agresiones permanentes contra la población civil, con graves violaciones a los derechos humanos e infracciones al derecho internacional humanitario.
Nos vemos avocadas, las personas de este territorio, nuevamente al desplazamiento forzado y al confinamiento, a ser amenazadas, secuestradas o asesinadas (sobre todo, quienes ejercen un rol de liderazgo). El temor se apodera de la población con las amenazas a organizaciones campesinas o a Juntas de Acción Comunal y se intensifica ante situaciones que denotan un total descuido e irrespeto por el Acuerdo final, como el asesinato de Dimar Torres, excombatiente de las Farc-EP, ejecutado por el Ejército en abril de 2019. Todas estas situaciones son la constante de los últimos dos años, junto al empobrecimiento progresivo de las comunidades por restricciones en la movilidad. El campesinado está endeudado, victimizado y atemorizado.
Los datos de los últimos dos años muestran que la agudización del conflicto tiene repercusiones alarmantes sobre la vida de toda la población catatumbera: en 2018, los combates registrados provocaron el desplazamiento masivo de 14.902 personas, según datos de la Defensoría del Pueblo. La región se situó en el primer lugar del país en desplazamientos. Además, se registraron 33 comunidades en situación de confinamiento.
En 2019, estas tensiones se materializaron en el desplazamiento masivo de 2.874 personas. Al menos 14 muertos y 69 heridos han resultado por incidentes con minas antipersonal y municiones sin explotar desde 2018, según la oficina de Oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas.
En febrero de 2020, más de 20.000 personas tenían restricciones de movilidad y de acceso a la salud en la región y al menos 11.700 niños, niñas y adolescentes estaban sin acceso a educación. Además, 489 personas se reportaron como desplazadas en las alcaldías, producto de tres oleadas de desplazamiento masivo. La sede del Catatumbo de la Asociación Nacional de Empleados de las Personerías de Colombia reportó que 675 toneladas de productos agrícolas se perdieron.
Entre 2015 y 2019, se registró un incremento del 77 % de la tasa de homicidios en la región. Tibú presentó una tasa de homicidios de 244 por 100.000 habitantes en el último año de ese periodo. En este municipio, El 18 de julio de 2020, hubo una masacre que dejó seis personas asesinadas. Esto, a pesar del incremento progresivo del pie de fuerza en la región. La gravedad de esta situación está recogida en los 7 informes de riesgo del Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo vigentes en la región.
En la Comisión por la Vida, la Reconciliación y la Paz del Catatumbo confluyen varias dinámicas y organizaciones sociales y de acción comunal: el Pueblo Barí, el Movimiento por la Constituyente Popular, el Comité de Integración Social del Catatumbo (Cisca), la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat) y representantes de Asociaciones de Juntas de Acción Comunal. Actualmente, ellas enfrentan amenazas directas de los actores armados, lo que impide el normal avance de su trabajo en el territorio. La respuesta estatal a esta realidad se ha limitado al aumento de la fuerza pública y, en la práctica, esa medida solo ha significado que exista mayor riesgo para las comunidades campesinas y para quienes ejercen liderazgo. En lo corrido de 2020, más de 7 líderes sociales han muerto por asesinato. Desde 2018, la Oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha documentado el homicidio de 14 defensores y defensoras de derechos humanos del Catatumbo, la mayoría, comunales y miembros de asociaciones campesinas. Muchas personas que cumplen esta labor han tenido que salir del territorio para preservar sus vidas y las que permanecen han disminuido su dedicación, de modo que las comunidades quedan más vulnerables.
En febrero de 2020, la Comisión de Paz del Senado de la República sesionó en la región del Catatumbo. Las comunidades que asistieron a esa reunión plantearon preocupaciones claves para entender hasta qué punto el incumplimiento a los Acuerdos firmados con las comunidades agrava la situación de derechos humanos. Aquellas que adquirieron compromisos derivados del Acuerdo final, por considerarle una oportunidad para mejorar sus condiciones de vida mediante inversión social que sería destinada al territorio, expresaron que hoy sienten las falencias de un proceso, traducidas en incumplimientos reiterados que vienen desde las movilizaciones agrarias de 2013.
Por un lado, la realidad de los catatumberos está atravesada por los incumplimientos ante lo pactado con movimientos sociales o comunidades: “¿qué paso con los acuerdos sociales de la Mesa de Interlocución y Acuerdo (MIA)-Catatumbo? ¿Qué pasó con los acuerdos de la Mesa Social y Comunitaria? ¿Por qué no se ha cumplido la sentencia T – 052 de 2017 ?”2.
De otra parte, el Acuerdo final debía traer transformaciones a la vida del campesinado, pero, hoy, ese campesinado se pregunta:
¿por qué el señor José Emilio Archila [consejero presidencial para la Estabilización y la Consolidación] no permite la participación de las organizaciones sociales en la construcción de la hoja de ruta del PDET? ¿Cuáles son las intenciones de incumplirles a las 3.000 familias que firmaron el acuerdo de sustitución de cultivos de coca en los municipios de Tibú y Sardinata? ¿Dónde está la Reforma Rural Integral? ¿Dónde está la expansión de la democracia? ¿Dónde quedaron los derechos de las víctimas del conflicto? ¿Dónde está el Programa de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito? ¿Acaso, no hay planes para volver a la erradicación forzada y el uso del glifosato siendo este cancerígeno, según concepto de Naciones Unidas? ¿Dónde está el fin del conflicto armado? ¿Dónde están las garantías de seguridad para los excombatientes y los líderes y lideresas sociales? ¿Dónde está la participación política de las víctimas? (Comisión por la vida, la reconciliación y la paz, 2020).
Estas dudas no se han resuelto. Agregamos las que surgen con el nuevo contexto: ¿cómo se explica que, ante una situación de crisis de salud pública como la de la covid-19, las medidas tomadas en la región no apunten a la sostenibilidad del campesinado, al fortalecimiento de iniciativas productivas comunitarias o a una renta básica que permita afrontar con tranquilidad la cuarentena, sino que se concentren en medidas represivas? ¿Por qué, justo cuando nos encontramos ante una crisis de gran envergadura, llegarán a nuestro territorio militares extranjeros que aumentarán el nivel de tensión existente en la región? ¿Cómo garantizar que este tipo de intervenciones extranjeras no terminen en enfrentamientos o tensiones en la frontera, que históricamente ha sido uno de los puntos álgidos de conflictividad en nuestra región? ¿Qué es lo que convierte a las zonas priorizadas en Zonas futuro: es el cambio de enfoque, que ya no será consolidar los derechos sociales?3
La región del Catatumbo y las consecuencias nefastas del incumplimiento de acuerdos, tanto con la antigua insurgencia, como con las organizaciones comunitarias, muestran la importancia de comprender el conflicto social y armado en su dimensión integral. No podemos apostarle a planes de erradicación de cultivos, que además no llegan, si no hemos establecido previamente condiciones que garanticen economías legales con ingresos dignos; no podemos exigir que se acabe un conflicto bélico poniendo a la fuerza pública en medio de un territorio donde no existe acceso a agua potable, servicios de salud, vivienda o educación; no podemos seguir considerando que el tema de derechos humanos se reduce a la disminución de los asesinatos, que, en nuestro caso, aumentan día tras día; los derechos humanos básicos para vivir con dignidad se encuentran cada vez más lejos de nuestras comunidades. Y no podemos, finalmente, hablar de gobernabilidad o de paz cuando el Estado, que debería llegar con su inversión y con mejorías para la vida cotidiana de la gente, irrumpe en las dinámicas organizativas desconociéndolas y estigmatizándolas, lo que pone en peligro la intención comunal que ha hecho a esta región lo que es: ejemplo de coraje y decisión, de autonomía y poder popular.
Referencias bibliográficas
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1. El Acuerdo final se firmó en noviembre de 2016 entre el Estado colombiano y las fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (Farc-EP).
2. Esta sentencia ordena a la entidades estatales a las que les compete emprender en forma inmediata la totalidad de las acciones necesarias para la pronta resolución de las solicitudes de ampliación, saneamiento y delimitación de los resguardos indígenas Motilón Barí y Catalaura La Gabarra que a la fecha se encuentran pendientes de decisión, actuación que deberá culminar con una decisión de fondo con respecto de tales solicitudes, en el término máximo de un (1) año, contado a partir de la notificación de esta sentencia (véase Comisión por la vida, la reconciliación y la paz, 2020).
3. En su análisis al respecto de las Zonas Futuro, el Portal Verdad Abierta (s. f.) destaca que “organizaciones campesinas, sociales, comunitarias y defensoras de derechos humanos que desarrollan sus labores en los municipios que conforman las Zonas Futuro advierten que esta es una estrategia netamente militar, que privilegia la asesoría militar extranjera en detrimento del diálogo con las comunidades, lo que podría incrementar las violaciones a los derechos humanos” (2020).