La implementación del Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera en estado crítico, pero en disputa.

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Jairo Estrada Álvarez / Profesor del Departamento de Ciencia Política
Universidad Nacional de Colombia

A más de dos años de iniciado el cuatrienio de Iván Duque Márquez (7 de agosto de 2018), se han hecho más evidentes los rasgos y ejecutorias de su política de implementación del Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera (en adelante, Acuerdo final). Ante la imposibilidad de hacerlo “trizas”, el gobierno se vio obligado a diseñar su propia política de implementación: la política de estabilización Paz con legalidad. Dicha política, además de evitar toda mención a la expresión Acuerdo final para…, se sustenta en una burda simplificación y distorsión de sus contenidos para tratar de alinearlo a los propósitos de la acción gubernamental durante el período actual.

Para el gobierno de Duque, el Acuerdo final es una anomalía y ha tenido que lidiar con ella a regañadientes. Lo viene haciendo mediante una política que bien puede caracterizarse como de simulación de la implementación, que desconoce la naturaleza integral de este proceso, que consiste en la atención de una necesaria sincronía y simultaneidad de sus contenidos, en especial, en materia de reforma rural integral (RRI), apertura democrática y participación política, solución al problema de las drogas de ilícitas, sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición, garantías de seguridad para quienes ejercen la oposición política y social y reincorporación integral. En suma, una “política de simulación” que busca desconocer o reducir al extremo los propósitos reformistas, democratizadores y de transformación social del Acuerdo final, a fin de imponer una versión de “implementación controlada” que evite cualquier afectación o agrietamiento del régimen de dominación de clase existente en el país.

Tras el impulso inicial de la implementación durante el gobierno de Santos, ya marcada por incumplimientos y alteraciones del Acuerdo, durante el de Duque, el proceso se ha llevado a un estado crítico y de precariedad. En lo corrido de este gobierno, no ha habido un solo desarrollo normativo que permita afirmar compromiso gubernamental alguno con la implementación. Al contrario, además de la parálisis en el aspecto mencionado, son conocidos los intentos (frustrados) por obstaculizar la puesta en marcha de normas ya existentes: así lo fueron, en su momento, las objeciones presidenciales a la ley estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP); o lo son los anuncios reiterados de introducir “modificaciones” al Acuerdo por parte de altos funcionarios gubernamentales y, también, los continuos ataques de la bancada del partido de gobierno, el Centro Democrático.

Por otra parte, la información disponible indica que se está frente a una política de desfinanciación. Eso es comprobable al contrastar los recursos inicialmente ordenados por el Plan Marco de Implementación y el Marco Fiscal de Mediano Plazo de 2018, con los que, aparentemente, ha dispuesto el gobierno actual; a eso se agrega la inoperancia, a la fecha, del “trazador presupuestal para paz”, instrumento creado en el artículo 230 de la ley que expide el Plan Nacional de Desarrollo (ley 1955 de 2019) para hacer seguimiento efectivo a los recursos para la implementación.

Las numerosas disposiciones sobre la Reforma Rural Integral (RRI) se encuentran engavetadas. No se conoce un solo campesino o campesina sin tierra o con insuficiente tierra que haya recibido del Fondo de Tierras una sola hectárea de tierra de manera gratuita, la formalización de la propiedad de pequeños y medianos campesinos tampoco registra avances constatables, el catastro multipropósito se ha vaciado de sus contenidos originales, la jurisdicción agraria no cuenta aún con el marco normativo y, de los 16 planes nacionales de la RRI, apenas se han adoptado 6.
El gobierno de Duque viene presentando los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) como la gran ejecutoria de la implementación. Empero, los PDET gubernamentales no son los PDET del Acuerdo final; más bien, son la mejor expresión de su política de simulación. No se conocen documentos oficiales sobre los 16 PDET que permitan identificar técnicamente los propósitos, objetivos, metas y prioridades, programas y proyectos de cada uno de ellos (solamente, una “hoja de ruta” para el PDET de El Catatumbo); tampoco, la concepción de territorio que les subyace. Tan solo, son identificables “obras PDET”, que, en lo esencial, corresponden a obligaciones consuetudinarias del Estado, en general, y del gobierno, en particular; aquellas que, por mandato constitucional y legal, debían cumplirse ya antes de la firma del Acuerdo final.

Los “PDET gubernamentales” se encuentran más bien alineados con las Zonas Estratégicas de Intervención Integral (ZEII) o “Zonas Futuro”. Estas responden a una visión del territorio inscrita en la doctrina de la “seguridad nacional” y del “enemigo interno”, en la que, sus problemáticas se conciben como de “orden público”, a resolver mediante la conjunción de procesos de militarización con acciones cívico-militares. En suma, inscritas en propósitos contrainsurgentes en sentido amplio y de consolidación (y alistamiento) de territorios, a fin de promover en perspectiva estratégica nuevas geografías de la acumulación capitalista. En ese aspecto, es evidente la instrumentalización política de los PDET para favorecer una política de seguridad y de producción del territorio acorde con las visiones de la derecha transnacional y del imperialismo. No debe perderse de vista que las fuerzas especiales de la Brigada de Asistencia Fuerza de Seguridad, bajo la dirección operativa del Comando Sur de los Estados Unidos, están actuando en las “Zonas Futuro”, superpuestas sobre los territorios PDET.
Las reformas para la apertura democrática y la participación política no han tenido desarrollo alguno durante el gobierno de Duque; se trata de una tarea pospuesta que podría tener algún impulso si se produce una decisión judicial favorable en el litigio sobre las 16 circunscripciones especiales territoriales de paz, contrariando, por cierto, el sentir del gobierno.

Luego de los avances iniciales del Programa nacional de sustitución de cultivos de uso ilícito (PNIS), el gobierno de Duque lo puso en el congelador; apenas ha cumplido tardíamente y de manera parcial los compromisos con las 99.097 familias inscritas en el programa, pero no ha provisto las condiciones para el diseño y puesta en marcha de planes alternativos por parte de las comunidades. En su lugar, se advierte más bien el retorno a la llamada guerra contra las drogas, que privilegia la erradicación forzada y prevé el regreso a la aspersión aérea con glifosato, propósito que se encuentra en preparación.

La reincorporación integral representa otro de los campos en los que, según el gobierno, se expresaría su compromiso con la implementación. Es cierto que se han reconocido las prestaciones económicas individuales básicas previstas en el Acuerdo final y se le ha dado continuidad a su entrega. Pero, los objetivos de la reincorporación colectiva siguen sin respuesta y se están diluyendo en el tiempo. El gobierno privilegia medidas y acciones orientadas a la “individualización” del proceso; no ha habido la voluntad y decisión política para dar tierra a los y las exintegrantes de las Farc-EP a fin de que puedan adelantar sus proyectos productivos; en su mayoría, estos se sostienen gracias al trabajo de los hombres y mujeres que dejaron las armas y con apoyos parciales de la comunidad internacional; pero, carecen de sostenibilidad en el largo plazo y distan del propósito de habilitar condiciones para una “normalización” de la vida.
Además de los reiterados intentos del partido de gobierno por envilecer la representación del partido Farc en el Congreso de la República, la mayor afectación a la dinámica de reincorporación se está produciendo por la incapacidad del Estado, en particular, del gobierno, para garantizar la vida de quienes, de buena fe y confiando en el principio del pacta sunt servanda, dejaron las armas. Al 20 de julio de 2020, el número de asesinados ascendió a 219; a eso se agregaron los asesinatos de 44 familiares, amenazas y desapariciones y numerosos casos de desplazamiento forzado de exguerrilleros y exguerrilleras y sus familiares en diversos territorios del país (por ejemplo, en Santa Lucía de Ituango y La Blanquita en Frontino, en Antioquia; Argelia y Buenos Aires en el Cauca, Algeciras en el Huila, El Diamante en el Meta, entre otros).

Este cuadro dramático coincide con la situación de violencia política que se vive en los territorios del país, una de cuyas expresiones es el asesinato de líderes y lideresas sociales. Del Acuerdo final se esperaba que, al hacerlo realidad, se ganaran nuevas condiciones para la producción social del territorio, de manera que contribuyesen, justamente, a la superación de la violencia política: implementación integral con enfoque territorial, participación de las comunidades y garantías de seguridad. Con respecto a estas últimas, se previó un sistema relativamente robusto que tiene ya los respectivos desarrollos normativos, no implementados en lo fundamental.

Frente a las nuevas dinámicas territoriales tras la dejación de armas por parte de las Farc-EP, la respuesta estatal no ha estado precisamente en lo consagrado en el Acuerdo final. Durante el gobierno de Duque, se ha impuesto, más bien, una política territorial contraria, que acentúa el ejercicio de la violencia. No se han brindado las “garantías de seguridad”. La violencia política es mayor, en paradoja aparente, allí donde hay creciente presencia de la fuerza pública. Los rasgos de la violencia en los territorios, los asesinatos de líderes y lideresas sociales y el exterminio de los exintegrantes de las Farc-EP indican que no se está frente a una sucesión de casos aislados explicables por modalidades de violencia no política; que se trata de hechos que solo se entienden por la existencia de estructuras criminales complejas, con coordinación y articulación centralizada, de naturaleza esencial contrainsurgente y paramilitar (a pesar de su existencia local difusa) y que responden a un propósito común de preservación violenta del orden existente. Frente a esas estructuras, no se evidencia una acción gubernamental decidida, debido, entre otras cosas, al negacionismo frente al paramilitarismo.

Por otra parte, en relación con el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (que no es de competencia gubernamental), se registran avances importantes en cuanto a la organización y despliegue de funciones de las instituciones que lo conforman. Sin embargo, hay serias limitaciones. Estas provienen tanto de la financiación estrecha, como de los diseños originales que alteraron sus propósitos: frente a los compromisos con las víctimas del conflicto, se orientaron a la pretensión de centrar las responsabilidades y obligaciones en las Farc-EP y en su organización política sucesora, al tiempo que se aliviaban aquellas de los llamados agentes del Estado y de los terceros civiles; buscando la condena de la rebelión armada y la exculpación del orden social vigente y sus agentes. En ese aspecto, los compromisos con las víctimas del conflicto han devenido en retórica y demagogia.
Al estado precario y crítico de la implementación, se le agregan los impactos de la pandemia del covid-19. Estos amenazan en convertir al Acuerdo final en otra de sus víctimas. Al autoritarismo propio de los regímenes de excepcionalidad, se le adiciona el traslado de prioridades de la política pública y de los recursos, a otros aspectos de la vida económica y social; eso puede convertirse en pretexto adicional de incumplimiento.

Si la implementación no exhibe un estado más crítico y de mayor precariedad ello responde a que a su trayectoria no la define de manera exclusiva el gobierno. La firma del Acuerdo final no significó el fin del conflicto, sino el propósito de darle continuidad por la vía exclusivamente política; en ese sentido, lo que se abrió fue una intensa disputa por la implementación.

En medio de la situación descrita, debe decirse que el Acuerdo final cuenta hoy con una mayor aprehensión y legitimidad social. Es lo que se apreció en el paro del 21N y en las subsiguientes movilizaciones populares, en la existencia de un sector importante del Congreso de la República liderado por la “bancada por la paz” y en los respaldos de la comunidad internacional, que ha actuado como freno frente a pretensiones gubernamentales y despropósitos de sectores de la ultraderecha.

El Acuerdo final cuenta hoy con más legitimidad social. Se aprecia en las movilizaciones populares, en la “bancada por la paz” del Congreso y en el respaldo de la comunidad internacional.

En los escenarios pospandemia, la sociedad colombiana tiene en el Acuerdo final y en su implementación integral acumulados de indiscutible importancia para enfrentar los problemas inherentes al orden social vigente, exhibidos y agudizados de manera dramática en los últimos meses Tales acumulados, se encuentran íntimamente articulados con el propósito de la paz completa. Un imperativo para la construcción de la paz en Colombia es concretar la perspectiva de la solución política con las organizaciones rebeldes que aún se encuentran en alzamiento armado y habilitar caminos de sometimiento de estructuras de criminales vinculadas a las llamadas economías ilícitas.