Inteligencia militar… y política

Iván Cepeda Castro / Defensor de derechos humanos y de la paz, senador de la República

En su estudio La República de las armas. Relaciones entre Fuerzas Armadas y Estado en Colombia: 1960-1980, el jurista y defensor de derechos humanos Gustavo Gallón Giraldo documentó el proceso mediante el cual, desde comienzos de la década del 60, se produjo un cambio en la naturaleza de las fuerzas militares colombianas. Ese cambio consistió en que comenzaron a ejercer un control integral de la población civil a partir del volcamiento de sus prioridades hacia la seguridad interior y en una ampliación de su poder dentro del Estado. Esa ampliación se tradujo en una progresiva militarización, no solo de las instituciones estatales, sino de todo el régimen político. Incluso, de la propia vida social.

Como parte de la ampliación del poder militar a todo el Estado y de la autonomía de la función de controlar el orden público en forma integral, se crearon agencias y se desarrollaron múltiples acciones de inteligencia. Bajo la dictadura del teniente general Gustavo Rojas Pinilla, se creó el Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC). Asimismo, al amparo de la justicia penal militar contra civiles, se desarrollaron prácticas de interrogatorio prejudicial con el fin de recolectar información y se autorizó la entrega al Comando General de las Fuerzas Militares de datos recopilados en los censos realizados por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). Con la incorporación de nuevas funciones, hubo, también, una reestructuración del Ejército y la conformación de nuevos cuerpos para el control de la población. Entre estos, la Junta Nacional de Inteligencia, creada en 1967.

La comprensión del papel de la inteligencia se ha basado en la adopción, durante el periodo de la llamada Guerra fría, de la Doctrina de Seguridad Nacional y de su enfoque específico del llamado “enemigo interno” como concepción oficial del Estado. Con este, se justifican la agresión y la persecución de quienes ejercen la oposición social y política. Aunque, ya desde la administración del presidente Belisario Betancur Cuartas (1982-1986) se afirmaba que el Estado había abandonado dicha concepción, el jurista y defensor de derechos humanos Federico Andreu demostró que siguieron vigentes los manuales militares que la consagran y que su enseñanza siguió haciendo parte de la formación en las academias militares (Andreu, 1995). De igual manera, varias entidades han constatado la vigencia de esa doctrina y su uso corriente como parte de las operaciones de las unidades militares y de las agencias de inteligencia. Esas entidades son organismos internacionales, relatores de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en distintas áreas de la protección de derechos humanos, la Defensoría del Pueblo de Colombia y la Procuraduría General de la Nación, también del país.

Por ello, no sorprende la sistematicidad de operaciones ilegales de inteligencia a lo largo de décadas y el uso de la información recolectada para la perpetración de crímenes de lesa humanidad y de prácticas genocidas como el intento de exterminio de la Unión Patriótica (UP). Las denuncias hechas sobre esa clase de articulación entre “labores de inteligencia” y ejecución de graves violaciones de derechos humanos llevó a la disolución del Batallón de Inteligencia “Charry Solano”, conocido después como la XXª Brigada del Ejército, que hizo múltiples operativos de esa naturaleza entre 1964 y 1998.

Algo similar ocurrió con el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). En mayo de 2010, su director, Felipe Muñoz, reconoció en una sesión de control político en el Senado de la República que el DAS había adelantado labores de inteligencia y participado en los asesinatos de Guillermo Cano, Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro, Jaime Garzón, José Antequera, Bernardo Jaramillo, Manuel Cepeda Vargas y Álvaro Gómez Hurtado. Cuatro años antes de dicho debate, se conoció la gigantesca operación contra la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia y contra numerosos líderes políticos de oposición, periodistas, defensores y defensoras de derechos humanos, a los que en el gobierno del presidente Álvaro Uribe Vélez se les declaró blancos de la inteligencia ilegal. Como se sabe, el resultado de los procesos penales adelantados fue la condena, entre otros, de dos de sus directores: Jorge Noguera, hallado culpable del homicidio del profesor Alfredo Correa de Andréis, y María del Pilar Hurtado.

En 2013, ante la aparatosa desaparición del DAS, el Congreso de la República adoptó la Ley 1621, más conocida como Ley de Inteligencia y Contrainteligencia. A pesar de la enunciación de correctivos para poner punto final a esta larga historia de empleo criminal de la inteligencia del Estado, esta norma no creó ningún tipo de mecanismos ni procedimientos efectivos de control a las instancias encargadas de este tipo de labores.

Desde 2014, se conocieron nuevos episodios de espionaje político desarrollado por instancias del Ejército o la Fiscalía General de la Nación. Primero, fue el cierre de la llamada “Sala Gris” que funcionaba en las instalaciones de la Central de Inteligencia y Contrainteligencia Militar (CIME). Esta sala se usó para interceptar comunicaciones del exmagistrado Iván Velásquez, de organizaciones defensoras de derechos humanos y de políticos de oposición. Luego, se conocieron las tareas ilegales de la llamada Sala Andrómeda, un centro de inteligencia ilegal del Ejército que operaba en un restaurante fachada en el norte de Bogotá. Su trabajo se dirigía a interceptar comunicaciones de personas ligadas a los diálogos de paz que se realizaban en La Habana, Cuba, entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las Farc-EP. En 2017, se descubrió una red de inteligencia que funcionaba desde la Fiscalía, en la que se ofrecían servicios de interceptaciones de comunicaciones telefónicas y mensajes de WhatsApp, así como operaciones de inteligencia ilegal desde el Comando General de las Fuerzas Militares. Ese episodio llevó a la renuncia de ocho generales del Ejército. El 14 de abril de 2018, la revista Semana reveló que dos dependencias del Comando General de las Fuerzas Militares, la Regional de Inteligencia Militar Estratégica Conjunta (Rimec) y el Comando Conjunto de Inteligencia (CCONI), se dedicaban a la compra ilegal de aparatos de inteligencia para la interceptación de comunicaciones y computadores.

En el gobierno del presidente Iván Duque Márquez, la inteligencia militar sigue siendo un dispositivo empleado para la persecución de la oposición política y de magistradas y magistrados de las altas cortes, igual que para el ataque al proceso de paz, la neutralización de las denuncias sobre corrupción en las Fuerzas Militares y las violaciones de los derechos humanos. Dos hechos se han presentado en los primeros dos años de esta administración: el primero, la recolección de una abundante información de contrainteligencia sobre hechos de corrupción en el Ejército, por medio de la llamada Operación Bastón; el segundo, la creación de un aparato conformado por batallones de ciberinteligencia y contrainteligencia encargados de seguir, analizar, vigilar, amenazar y desacreditar a más de 130 ciudadanas y ciudadanos nacionales y extranjeros, de perseguir a quienes emprendieron la mencionada operación de contrainteligencia y de eliminar la información disponible en ella.

La inteligencia militar sigue siendo un dispositivo para perseguir a la oposición y a altas cortes. Para atacar la paz y neutralizar las denuncias contra militares y por violaciónes de derechos humanos.

Como parte de los procedimientos de ingreso a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), el Ejército debió realizar un proceso institucional de depuración. Mediante 20 misiones de contrainteligencia, la Operación Bastón, denominada en un comienzo Operación Dante, detectó la existencia de redes de corrupción que, según informes periodísticos, vinculaban a 16 generales –25 % de los que tiene la institución–, cerca de 230 oficiales y suboficiales, 35 civiles, líderes políticos del partido Centro Democrático, organizaciones del narcotráfico, del paramilitarismo, el Clan del Golfo, la Oficina de Envigado, el ELN y las disidencias de las FARC. Estas redes se encargaban de garantizar venta de armas o salvoconductos para el uso de armas a grupos criminales, suministro de información sobre operaciones de seguridad nacional, sobornos, enriquecimiento personal, alianzas con grupos ilegales para combatir otros grupos, etc. (Semana, 2020a).

Si bien la información de la operación de contrainteligencia dio lugar a numerosas denuncias ante la Fiscalía General de la Nación, bajo la dirección de Néstor Humberto Martínez no se impulsaron acciones investigativas tendientes al desmantelamiento de las redes corruptas ni al esclarecimiento de responsabilidades. Cuando en mayo de 2020, la investigación periodística de la revista Semana hizo público el contenido de la operación, el Gobierno y el alto mando militar intentaron minimizar la gravedad de los hechos y amenazaron con desarrollar acciones no contra los responsables de los delitos, sino contra quienes los habían investigado y denunciado. El presidente de la República hizo declaraciones retóricas, y el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, en sesión de control político en el Senado, afirmó que se formularían denuncias penales contra quienes desde las Fuerza Militares habrían filtrado a los medios de comunicación la información de la Operación Bastón, e incluso contra los periodistas que la informaron a la opinión pública.

La respuesta interna que tuvo el intento de depuración fue la realización de una especie de “operación silencio”. Al asumir la comandancia del Ejército, el general (r) Nicasio Martínez Espinel lideró la reedición de dos prácticas de la política de seguridad democrática impulsada en los gobiernos del presidente Álvaro Uribe Vélez: la reactivación de los estímulos para “resultados operacionales”, conocidos como “falsos positivos”, y la transformación del aparato de contrainteligencia que había realizado la Operación Bastón, en un nuevo aparato de inteligencia para perseguir a quienes denunciaron las redes de corrupción y, a su vez, realizar interceptaciones, seguimientos y persecuciones de “blancos legítimos”: periodistas de la revista Semana que revelaron la corrupción en el Ejército, o quienes publicaron en el periódico The New York Times la crónica sobre el intento de revivir los “falsos positivos”; magistrados que en la Corte Suprema de Justicia llevaban la instrucción de procesos que comprometían a figuras políticas aforadas o que adelantaban en la Corte Constitucional el examen de decisiones relevantes; senadores que lideraban la defensa del proceso de paz y la realización de debates sobre graves violaciones de derechos humanos; integrantes de organizaciones como el Colectivo de Abogados “José Alvear Restrepo” que adelantan la defensa de víctimas en litigios que involucran oficiales de las Fuerza Militares.

Algunos rasgos del trabajo de los batallones de ciberinteligencia y contrainteligencia muestran las dimensiones y el carácter de este aparato de inteligencia política. No se trata de un grupo de suboficiales que hacía simples “perfilamientos”, que coleccionaba en carpetas, como ha intentado presentar el Gobierno este caso. La financiación de ese aparato se habría hecho con recursos de la cooperación de Estados Unidos para la guerra contra el narcotráfico. Sus encargados eran generales miembros del alto mando del Ejército y las tareas que cumplían incluían, hasta donde se ha podido conocer, seguimientos, amenazas a las víctimas y a sus familias, interceptaciones y campañas de difamación en redes sociales. Los resultados de esas actividades fueron la eliminación de gran parte de los archivos de la Operación Bastón y la amenaza a oficiales y suboficiales honestos que han enfrentado a las redes corruptas del Ejército; la salida del país de corresponsales extranjeros y la persecución de periodistas nacionales que adelantaban su labor investigativa sobre violaciones de derechos humanos en Colombia. También, la presión constante a sus fuentes de información, los hostigamientos contra magistradas y magistrados de las altas cortes y los intentos por elaborar montajes judiciales contra congresistas y defensores de derechos humanos.

Rasgos del trabajo de ciberinteligencia y contrainteligencia muestran las dimensiones del aparato de inteligencia política. Su financiación se habría hecho con recursos de la cooperación de Estados Unidos.

Un hecho significativo que ha demostrado estos acontecimientos es que, a raíz de cambios introducidos por el proceso de paz, ha surgido un sector en la Fuerza Pública que se ha atrevido a denunciar ante organismos de control y medios de comunicación las violaciones de derechos humanos, los actos de corrupción y los vínculos con el narcotráfico de redes de oficiales y suboficiales que han operado internamente. Para ese sector, también blanco de la acción ilegal de los batallones de inteligencia y contrainteligencia, se deben exigir protección y plenas garantías, pues representa una corriente cada vez más fuerte surgida desde el interior de las Fuerzas Militares y la Policía que reclama transparencia y rectitud en las instituciones castrenses.

Las actuales operaciones de interceptación de comunicaciones y seguimientos ilegales guardan estrecha relación con aquellas que se desarrollaron bajo la política de “seguridad democrática”. En general, la administración del presidente Iván Duque Márquez ha intentado reproducir fielmente los métodos y esquemas de esa política, que no solo acrecentaron el grado de militarización de la sociedad colombiana, los niveles de violencia y confrontación armada, sino que, además, pasaron a la historia como los componentes de uno de los capítulos más oscuros en materia de violaciones masivas de derechos humanos y graves infracciones al Derecho Internacional Humanitario (DIH). Ese intento de copiar un modelo autoritario de conducción del Estado es la mejor demostración de un rasgo de las nuevas prácticas de inteligencia criminal: detrás de ellas están los mismos sectores políticos que en su momento convirtieron al DAS en una especie de policía política al servicio de la persecución de quienes asumían posiciones críticas e investigaciones periodísticas o judiciales de la parapolítica y de los crímenes que se cometieron bajo los gobiernos del presidente Álvaro Uribe.

Detrás de las nuevas prácticas de inteligencia están los mismos sectores políticos que en años anteriores convirtieron al DAS en una policía política al servicio de la persecución.

Colombia tiene una penosa y abrumadora experiencia con este tipo de prácticas ilegales en las Fuerzas Militares. Pese a eso, las superficiales medidas adoptadas por sucesivos gobiernos para contrarrestar estos fenómenos no han tenido ningún efecto real y no han representado ninguna garantía de no repetición. La clausura de varias instituciones encargadas de esas labores no ha tenido ningún resultado. Las han sustituido por otras con mayor tecnología. El personal involucrado ha migrado, una y otra vez, de unos aparatos de inteligencia a otros, sin que se haya producido nunca un proceso de depuración. Por el contrario, los traslados de oficiales y operarios de esos cuerpos se han convertido en una verdadera “puerta giratoria” de la inteligencia con fines delictivos dentro del Estado y la Fuerza Pública. Así la describía un alto mando militar a Semana:

Cuando las operaciones de inteligencia ilegal quedan al descubierto y estalla el escándalo, siempre ocurre lo mismo: los integrantes son trasladados a puestos administrativos por sus jefes mientras la marea del escándalo baja y meses después regresan para comenzar un nuevo encargo (2020b).

Entre las múltiples reformas que requiere el Estado colombiano para convertirse en democrático y respetuoso de los derechos humanos, urge la reforma estructural de la Fuerza Pública, su doctrina de seguridad, los procedimientos de ascenso, las medidas que contribuyan a la desmilitarización de la vida social, la desclasificación de los archivos de los organismos estatales de seguridad y un sistema institucional de controles que impida que el uso de la inteligencia y contrainteligencia del Estado se convierta en un instrumento de persecución política, de ejecución de violaciones de derechos humanos y de crímenes de lesa humanidad.

Referencias bibliográficas

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