Balance de lo acontecido en Cali: la violación inminente del derecho a la protesta social

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Equipo de trabajo Foro Nacional por Colombia – Capítulo Suroccidente

 

El pasado 28 de abril, día uno del paro nacional indefinido convocado por el Comité Nacional del Paro, Cali fue el escenario de un estallido social. Hecho político sin precedentes, donde los y las jóvenes fueron los actores principales de un malestar social generalizado. La pregunta obligada, y frente a la cual ya se han planteado y sustentado algunas explicaciones, es ¿por qué Cali? Una hipótesis tentativa presume la coexistencia de varios factores estructurales. Uno de ellos es la intención del Gobierno nacional de presentar varias reformas consideradas como inoportunas e inequitativas en plena pandemia. Tal despropósito caldeó los ánimos haciendo que las y los ciudadanos salieran masivamente a las calles. La protesta social fue liderada por un vasto sector poblacional que viene percibiendo que sus derechos no son garantizados y que sus necesidades básicas no son satisfechas. Un descontento legítimo que puso sobre la mesa la sensación de ausencia de futuro de esa generación joven que se autodenominó “Los que no tienen nada que perder”.

 

Los manifestantes se atrincheraron en puntos estratégicos de la ciudad. Azuzados por el uso desmedido de la fuerza pública, encontraron el combustible explosivo para continuar expresando su “¡basta ya!”.  Los y las jóvenes, al ejercer su derecho a la protesta, enarbolaron la bandera de la indignación, arrastrados por años de exclusión y falta de oportunidades.

 

Se evidenció entonces la grave crisis estructural que está atravesando la “Sucursal del cielo”, recrudecida aún más con las afectaciones que ha traído la pandemia del covid-19. Las causas que explican esta crisis son múltiples y no son recientes. De un lado están el débil reconocimiento de la legitimidad institucional, la cooptación de escenarios de participación por liderazgos tradicionales, la poca incidencia de la ciudadanía sobre la gestión local, los bajos niveles de credibilidad de los gobernantes –presidente, gobernadora y alcalde distrital–, asociados al clientelismo político, la corrupción, el aumento de la burocracia estatal y la baja aceptación de los partidos políticos. Del otro, la existencia de una serie de factores socioeconómicos que deprimen las oportunidades de la población, especialmente de los jóvenes y las mujeres. Sin duda alguna, no se pueden desconocer la persistencia y el aumento de las tasas de pobreza y miseria que están claramente asociados a dinámicas de exclusión social y política.

 

Destacamos tres de esos factores. El primero, como resultado de la pandemia del covid-19, un número importante de pequeñas y medianas empresas cerraron debido a la contracción de la economía local, lo que afectó principalmente a mujeres, jóvenes y afrodescendientes. El trabajo informal se convirtió en una salida que también sufrió los embates de los confinamientos obligatorios decretados con el objeto de disminuir el contagio. El dato contundente es que en 2020, 370 mil habitantes de Cali ingresaron a la pobreza monetaria, según datos del informe de Calidad de Vida 2020, de Cali Cómo Vamos.

 

El segundo factor, la calidad y pertinencia del sistema educativo que se vuelve más álgido en la educación superior. Una oferta restringida y débilmente sostenible dificulta el acceso de los y las jóvenes a la formación técnica o profesional.

 

El tercer factor, la pésima atención de los programas de salud dirigidos a los y las jóvenes y la comunidad en general.

 

A todo esto se suman los altos índices de violencia homicida y el aumento de la delincuencia en la ciudad. Al respecto, una auditoría realizada por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc) revela que en Cali existen 182 agrupaciones vinculadas a la ilegalidad o estructuras criminales con diferentes niveles de organización que se dedican desde el microtráfico de estupefacientes hasta el hurto, el sicariato, el cobro “gota a gota”, la extorsión y el tráfico de armas.

 

De las calles, a los puntos de Resistencia 

 

En el entramado de los escenarios de la contienda que se generaron en el marco de las protestas sociales, un actor protagónico, como se mencionó, fueron las y los jóvenes. También participaron otros actores como organizaciones sociales comunitarias, las barras bravas y las milicias urbanas. La indignación frente al uso desmedido de la fuerza generó un esquema incipiente pero efectivo para defenderse y resistir. En 28 sitios de la ciudad se constituyeron primeras líneas que hicieron frente a la arremetida de la fuerza pública por desbloquear estos sitios. Desde luego, también estuvieron apoyadas por otros colectivos como las brigadas de salud y las ollas comunitarias; las primeras, encargadas de garantizar la atención primaria en salud de los heridos en contienda; las segundas, de proveer los alimentos a quienes concurrían.

 

Los “puntos de resistencia”, un novedoso repertorio de acción, estuvieron acompañados de una nueva resignificación de los espacios sociales, culturales y de movilidad más emblemáticos de la ciudad. Los espacios públicos no solo se transformaron en sus usos, también en sus significados. Algunos ejemplos así lo evidencian: Puerto Rellena pasó a denominarse “Puerto Resistencia” o, en su abreviatura, “PR”; La Loma de la Cruz, sitio de encuentro cultural y turístico, pasó a denominarse “La Loma de la Dignidad”; el Puente del Comercio, por donde se mueve un considerable porcentaje de los productos que entran y a su vez genera la ciudad, pasó a denominarse “Paso del Aguante”. La dinámica de estos espacios pasaba de las acciones bélicas, a una oferta artística, cultural, ambiental y pedagógica, apoyada por otros sectores identificados con la causa.

 

Al mismo tiempo hubo, en otros lugares, una fuerte oleada de alteraciones del orden público. Disturbios que provocaron la destrucción de entidades bancarias, estaciones del sistema de transporte masivo, gasolineras, la sede de la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (DIAN) y el saqueo de algunos almacenes de cadena. Ante estos hechos, las autoridades locales y departamentales desplegaron a la Fuerza Pública, apoyada, luego, por la figura de la “asistencia militar” propuesta por el Gobierno nacional.

 

Esas decisiones gubernamentales se orientaron a restablecer el orden público mediante la ampliación del margen de acción por parte de las fuerzas policiales y militares, lo que condujo a darle un tratamiento militar a la protesta social. En consecuencia, hubo un uso desmedido e inconstitucional de la fuerza que produjo violaciones de los derechos humanos.

 

Un ejemplo de ello fue lo sucedido durante un acto simbólico (velatón) realizado por la comunidad al frente de La 14 de Calima. En ese acto participaban niños, niñas, personas adultas mayores y jóvenes. El Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) arremetió violenta e indiscriminadamente en contra de la manifestación, lo que desencadenó enfrentamientos con la juventud. Allí murió el joven Nicolás Guerrero.

 

La prolongación en el tiempo de los puntos de bloqueo llevó a que diferentes sectores sociales y económicos no partícipes del paro mostraran su descontento. Sus argumentos sostenían que las dinámicas de la protesta interferían en la movilidad ciudadana, y restringían el acceso a bienes y servicios esenciales. Este inconformismo por parte de estos sectores de la sociedad se explica también porque durante los primeros días la ciudad presentó desabastecimiento de alimentos, medicamentos y combustible.

 

Las tensiones se manifestaron con mayor intensidad en la zona oeste y al sur, en el barrio Ciudad Jardín, del Distrito Especial de Cali. Mediante estrategias comunicativas de manipulación focalizada de la información y difundida en redes sociales, se instigó a los pobladores locales con el firme propósito de confrontar directamente a los manifestantes, incluida la minga indígena. Al mismo tiempo, se adelantó un plan por parte de agentes de la policía que, aprovechando la efervescencia y la confusión del momento, se infiltraron entre la gente y dispararon contra de los manifestantes, lo que dejó un saldo final de diez heridos de gravedad, todos ellos pertenecientes a la comunidad indígena.

 

Los días fueron pasando y los muertos sumando. Según datos de la Comisión por la Vida, entre el 28 de abril y el 17 de junio, se registraron en la ciudad 105 homicidios asociados a la protesta; de estos, en 75 aún no se identifican los responsables directos. De los restantes, 15 están asociados a la Policía Nacional; dos al Cuerpo Técnico de Investigación (CTI); uno a los Grupos Operativos Especiales de Seguridad (GOES) y 12 casos al Esmad.

 

De las personas asesinadas, la cuota principal la colocaron los jóvenes (55). Durante este periodo, la violencia homicida fue continua y sostenida. La primera semana se observó una escalada del uso de la fuerza como medida de represión frente a las manifestaciones. El 30 de abril, el Gobierno nacional dispone la asistencia militar con el propósito de “restablecer el orden”. A esta misión fue enviado el general Zapateiro, quien prometió infructuosamente que en tres días cumpliría su promesa de controlar el orden público. El 28 de mayo se presenta el pico más alto de homicidios: asesinato de 11 personas mediante el uso desproporcionado de armas no letales y armas de fuego, algunas accionadas por civiles con el beneplácito de los agentes de la fuerza pública.

 

Es evidente que la respuesta de las autoridades civiles y militares fue errática y desproporcionada, signada por la improvisación y la confusión. La dualidad acerca de quién mandaba en la ciudad contribuyó a un clima de incertidumbre y de desgobierno.

 

El declive de la escalada inició una vez las partes comenzaron a establecer algunas aproximaciones, con el acompañamiento de sectores como la Iglesia, los medios de comunicación, los empresarios y la academia, quienes planteaban la necesidad del establecimiento de un diálogo para que la juventud y el gobierno distrital llegaran a algunos acuerdos.

 

Lo principal en esta fase fue el reconocimiento de los “chi/rre/tes” (chicos de resistencia territorial), lejos de los estigmas de vándalos, desadaptados y terroristas. Un gesto ganado y necesario para avanzar en la reconstrucción de un tejido social fragmentado y roto.

 

Se vislumbra, así, la imperante necesidad de brindar oportunidades de inclusión para la juventud. Ella, a su vez, está apostando por copar espacios políticos y por contribuir, desde allí, a cambiar una realidad social que la desborda.

 

Nada de esto puede justificar la muerte de un centenar de jóvenes que dieron la vida por tener una vida digna.

 

Referencias

 

Comisión por la Vida (2021). Segundo informe sobre las afectaciones a los derechos humanos en el marco del paro nacional en la ciudad de Santiago de Cali. 28 de abril- 17 de junio. Comisión por la Vida.

 

El Espectador (2019, 25 de septiembre). Cali, sitiada por la criminalidad. La ONU estima que hay 182 agrupaciones ilegales. El Espectador.

 

Foro Nacional por Colombia Capítulo Suroccidente (2021) Informe: Balance de la protesta social en Cali: reflexiones para ayudar a comprender la indignación ciudadana. https://n9.cl/ws8j4